Primavera veloz
Un escritor presenta su libro
–largamente esperado–,
el fruto de años de silencio poético,
y rápidamente pasa y apenas permanece.
Somos el tiempo que nos queda,
–dijo Bonald-,
y ese tiempo no es lineal:
acelera en primavera, se contrae
en las tardes cortas y oscuras de invierno.
Suceden –pues todo llega–, acontecimientos
percibidos como lejanos en su planificación,
decisiones, alegrías fugaces,
esas canas y arrugas que asumes con humildad,
el fulgor de las estaciones, la luz.
Desearías amanecer en medio del campo,
verde, fresco y húmedo, oloroso,
corriente de aromas entrecruzados
en una forma helicoidal cromosómica
a la que asignas colores.
Te impregnas de ellos, tocas, acaricias
la tierra, quizás un cuerpo amado,
antes de gritar a pleno pulmón tu presencia,
primate convertido en autócrata,
pergeñador de versos bucólicos,
íntegramente satisfecho por la fusión
con una naturaleza ancestral y mítica.
Las nubes cubren el sol, lo tamizan;
desde tu observatorio urbano sopesas
la comodidad, –litúrgica y lectora–,
contra el ejercicio incierto y agotador,
los lances del campo a través salpicado de alimañas,
el polvo ya roña en tu piel aseptizada.
–Reducción de la disonancia cognitiva–,
te dirán con convicción profesional,
ese desencuentro con la pérdida y la memoria,
una cuenta atrás vital,
que te hermana con las plantas y las rocas,
temeroso desde siempre
de cuanto se mueve de forma autónoma y animal.
El placer básico de ver amanecer desde un teso,
Mambla, Cuchilla, Cerro, Pinajarro,
tan difícil de conseguir en la veloz rutina,
en los días verdes de un abril a punto de fugarse.