Crepúsculo
Es la hora mágica de asomarse a la ventana
y decir: el mundo es pura luz
la hermosura del crepúsculo, el dolor
anaranjado o rosáceo del frío,
el día que se resiste a dejar paso a la penumbra
en la que aflora el poder oculto,
todos los trapicheos vergonzosos,
la fealdad que no se puede mostrar en el día.
Las siluetas y los dibujos del cielo
para quien pueda asomarse, son como un mar,
un momento evanescente de lucidez,
un oasis en la monotonía del azul anticiclónico,
la mente en blanco y el frío dentro de los huesos.
Algún antepasado prehistórico debió de adorar
esa luz menguante, ese aturdimiento bello
el silencio con el que cae a plomo la cortina helada,
momento de refugio y fuego, de tareas interiores,
de narrar historias o invocar a los espíritus.
La soledad traspasa el alma y la encumbra,
petrifica al observador entre fusco y lusco,
le llena los pulmones de anhelos
muestra el final de un ciclo y le urge a irse
a postergar esa contemplación tan igual y distinta,
la prisa, la urgencia por vivir otras luces, otros dolores.
Ninguna puesta de sol es idéntica a otra,
una nube, un color, cualquier perturbación,
incluso el estado de ánimo y la predisposición:
el ánimo se ablanda o endurece
surgen palabras o recuerdos o personas,
y el olvido se fusiona en negro con el obturador
antes de que se prolongue el oeste en minutos
inconmensurables, de medición variable y ninguna.
Nadie aguanta la contemplación virginal,
ni el aullido de un perro en lontananza,
ni el rumor de las sombras que acechan;
el cuerpo pide su retirada a la caverna caliente
cómoda, llena de sonidos familiares,
de una protección construida y meditada.
Ya no hay fotografía posible, solo el camino oscuro
la presencia y el ánimo para soportar la soledad
y los pasos en tinieblas, cegado por el fulgor
de la escena más hermosa y hierática del día.