En lo alto del puerto
Cambian los paisajes con el agua
llueven hojas,
los colores son los que el sol nos muestra;
una campana
en medio de los piornos, en todo lo alto,
homenajea a quienes la pusieron,
montañeros, amantes
de una naturaleza ancestral,
inmunes al viento y la lluvia,
llenas las pieles de sudor y esfuerzo,
magros y resecos.
Tumbado sobre la piedra abierta
soy un punto en la montaña
que observa el valle infinito abierto al poniente,
frío seco e intenso,
las ideas detenidas en su bucle estéril,
solo ante una inmensa mole de granito.
Brilla levemente el embalse a lo lejos;
diríase un complejo fractal geométrico,
el diseño racional de una mente pragmática.
Ascienden, mapa en mano, dos jóvenes inexpertos,
imprudentes ante el ocaso de la luz,
cegados por el deseo y la aventura.
Caerá la noche sobre ellos
orgullosos de su energía y sus frontales,
si tienen suerte hallarán un camino romántico.
Desciendo de la piedra, altar, puesto de observación,
lugar mitificable y fotogénico,
salgo al encuentro de mi hijo que avanza
confiado en la senda que le lleva hasta mí.
Volvemos, austeros en los comentarios,
hacia la belleza del descenso en la hora dorada,
paisajes que discurren entre el mate del roble
y el ocre esplendor de los castaños.
Mañana recorreremos el valle por sendas antiguas,
números en medio de otros caminantes
que cuentan sus vicisitudes en voz proyectada.
Somos herederos de otras sagas nómadas,
agraciados con la luz de la montaña
protegidos del frío y de la oscuridad,
señores de la palabra que describe la belleza
capaces de crear un universo en una piedra.