Poema 512: Soledad

Soledad

El canto de los pájaros es indescifrable aún,

se llamarán, expondrán sus virtudes

como un pavo real que muestra su esplendor.

El mar, la marisma, una barca solitaria,

anclada en medio del fango

que deja la marea al descender en la bahía.

Camino por la acera de sol, tiendas y reclamos,

una cola de jóvenes esperando su turno

en un concepto comercial que no comprendo.

Velocidad de las nubes, transatlánticos blancos,

densidad incógnita salvo por el parte meteorológico,

hoy no lloverá, podré ver el sol entre las formas cambiantes.

Una casa abandonada, las plantas

fueron elegidas, cuidadas, observadas, contempladas,

quizás sobrevivan un tiempo, a otras miradas, a otra luz.

La elevación al meditar me convierte en un punto,

una sombra cenital, la irrelevancia de una hormiga,

intrascendencia suma entre anclajes sociales.

Belleza y esa tela de araña que has ido construyendo,

con la que te alimentas de unas páginas borrosas,

mientras compartes luz, reflexiones y evanescencia.

Poema 511: La mujer desnuda

La mujer desnuda

La fotografía me impactó por la sordidez

y la belleza,

el cuerpo no escalado con el bidé ni el lavabo,

el espejo del rostro cansado

y la rotundidad del desnudo trasero.

Ni el fotógrafo ni la modelo vivirán ya;

todas las preocupaciones o las alegrías

pertenecen a un pasado olvidado

y quizás a nadie importen.

Posiblemente hacía frío fuera,

el pequeño radiador bajo el lavabo

da un toque de calidez a la estancia.

Las sombras y el juego de la luz

dotan al cuerpo de gran potencia:

claroscuro deseable, intimidad, reflexión

de manos apoyadas en el borde de la pila,

pies flexionados en el apoyo, oscuridad

frente a unas cortinas claras de primoroso ganchillo.

Al fotógrafo solo le importó el instante,

quizá la predisposición del rostro, la luz, el ángulo,

los reflejos de otras fotografías.

El espectador de la exposición de Crister Strömholm

podrá tal vez imaginar una historia

ya perdida para siempre.

Poema 510: Búsqueda de la belleza

Búsqueda de la belleza

En la incesante búsqueda de la belleza,

me acerco a cuantas plantaciones veo de colza,

busco el contraste del amarillo con el cielo,

huelo el polen que destilan las infinitas flores

y escucho el zumbido continuado de los insectos.

La bicicleta se alía con la fotografía

en encuadres de pinos míticos,

observables desde cualquier punto del valle.

Una parte sustancial de la belleza está en el cielo,

en amaneceres que parecen dolorosos

y en escandalosas puestas de sol con el cielo turbado.

Correr por el pinar de Antequera, recién amanecido

es un acto de sumo esplendor:

luz, color, el frescor desbordante de la vegetación,

un sonido inexistente en la ciudad.

Leo un poema de Carlos Marzal en un banco al sol

rodeado de lilas y cantos de pájaros

sobre su descubrimiento juvenil de las librerías;

el verso sobre la extirpación del cromosoma del aburrimiento

me parece solemne y magnífico:

quien tiene un libro, una película, un disco, aún vírgenes

ha encontrado su tesoro vital.

La belleza aparece allá donde los sentidos se afanan

por encontrarla,

allá, en la cotidianeidad inesperada y monótona,

en medio del solemne acto de vivir cada día.

Poema 509: Malher

Malher

La soprano de frágil apariencia,

–Hera vestida de tul azul–,

resiste sentada, concentrada,

toda la sinfonía.

El desorden aparente del primer movimiento

en el que los cascabeles hacen renacer la melodía,

no permite disidencias en la escucha,

atentos al instrumento solista insospechado.

La coordinación de la orquesta es admirable,

un trabajo de relojería artesana,

para conseguir un maravilloso sonido.

La voz de la soprano coreana surgió potente

en el movimiento final de la sinfonía malheriana,

me hizo imaginar campos primaverales ondulados,

florecillas cual manchas impresionistas,

un corretear por la pradera disfrutando del sol, de las nubes,

de las aguas cristalinas de un riachuelo vivaz.

El silencio sostenido, aun vibrando la delicada voz

en la consumación sinfónica,

logró un instante efímero de misticismo colectivo.

Poema 508: Bajo la lluvia

Bajo la lluvia

Mi padre cumple ochenta y tres años.

Hemos corrido bajo la lluvia

precioso paisaje de primavera feraz

acercándonos a un cementerio en medio del campo.

Luz opaca, neblina y cortinas de agua fría.

La voracidad humana hace competir a los más fuertes,

esos semidioses que soportan los meteoros.

Tal vez esta tarde abrirán un libro de poemas al sol

o tomaran un café, locuaces,

mientras disfrutan de la euforia de la mañana.

Barro, sudor, lluvia,

¿cuántas veces más podremos correr así?

Tenemos el privilegio de la ropa seca,

de la ducha caliente al llegar al hogar.

Una cigüeña, punta de flecha, Archaeopterix,

ameriza en una charca enorme en un campo verde,

la colza da un toque exótico de color intenso,

todo es bello en buena compañía.

Poema 507: Paisajes de África

Paisajes de África

Arenisca,

suaves ondulaciones del viento,

la alargada sombra del atardecer

hace enormes los camellos turísticos.

Hay cárcavas olvidadas,

un paisaje desértico, arrasado y estéril,

sobre el que las nubes dibujan a sus anchas,

formas y sombras inquietantes.

El imponente Atlas nevado todo lo preside,

regula el clima extremo,

permite oasis de aprovechamiento intenso

y algunos cursos de agua estacionales.

Me siento ridículo y mínimo ante la vastedad

del horizonte difuminado por el viento arenoso.

¿Qué vida sobrevive ahí, quién caza o es cazado?

La caída del sol es un espectáculo de color,

ruidos agudos que anticipan la noche,

fogatas, sombras, gruñidos inidentificables,

tapias de barro erosionadas,

leves protecciones temporales, integradas,

un mínimo rebaño de cabras,

extrema pobreza exenta de las necesidades modernas.

La vida, al igual que el barro, se aúna al paisaje,

lentitud, morosidad, gasto mínimo de energía,

siempre transitando las mismas sendas ancestrales.

Poema 506: Marrakech

Marrakech

La Medina es un decorado de enormes proporciones;

figurantes profesionales regentan las miles de tiendas,

artesanías, restaurantes, atracciones turísticas,

te hacen soñar con un mundo onírico

en el que las serpientes bailan al son de las flautas.

Dicen que las cobras son sordas,

que se activan por el movimiento rítmico del tañedor,

un peligro de rango medio, equilibrio de amenazas,

baile de los púgiles en el cuadrilátero poético.

La lluvia caída produce reflejos amplificadores,

sonidos penetrantes en la gran plaza,

olores, movimientos en todas direcciones.

A la caída del sol, el muecín de Kutubía

lanza sus rezos desde el minarete espléndido,

apenas un dátil con agua para romper el ayuno,

una esterilla orientada de forma conveniente

sirve para entonar las plegarias salmódicas.

Los diversos zocos seducen al turista,

metales, madera, perfumes, especias,

un abanico infinito de posibilidades mercantiles,

la belleza oriental condensada en pocos kilómetros.

La ciudad es absorbida por esa plaza infinita,

por el tráfico caótico de motocicletas y automóviles,

por el teatro social que impone el Ramadán

y por el flujo turístico que se renueva sin fin.

Poema 505: Atravesando el Atlas

Atravesando el Altlas

Al Atlas se accede siguiendo un río

teñido de rojo intenso;

–Un río de sangre–, diría con sorna gallega

la joven sentada a mi izquierda en el microbús.

Llueve desaforadamente,

el agua percute en la trinchera de la carretera nueva

provocando el desprendimiento de moles de piedra.

Aguanieve en el paso de los dos mil metros,

roca viva que se va cubriendo de blanco.

La luz del sur asoma en el descenso,

aldeas disimuladas en la tierra arcillosa,

un minarete que domina un valle, cabras,

la tradición sobrevive apegada a los ancestros.

Cesa la lluvia absolutamente,

la montaña húmeda se convierte en desierto,

arenisca ventosa de colinas onduladas:

la sombra de las nubes crea paisajes fantasmales.

El terreno yermo se rompe súbito por un río estacional,

un oasis, ya turístico, en el que nos detenemos,

viento cargado de fina arena cegadora,

palmeras y modestas construcciones que ocultan

la maravillosa kasbah cinematográfica,

un lugar onírico a la puerta del Sáhara,

la destructiva búsqueda de la nada en el Cielo Protector.

Ait Ben Haddou, adobe, tierra, paja, madera,

callejuelas laberínticas, tinta secreta, índigo, té, azafrán,

zumo de limón calentado con soplete.

El castillo es una ruina castigada por el viento,

rotos fotogénicos en una humilde muralla,

el lugar perfecto desde el que se atisba la planicie.

Un caftán rojo rompe la monotonía del barro

en la cuesta ascendente dentro del laberinto;

la mujer que lo portaba se coló en la fotografía

saliendo de la nada fantasmagórica del decorado:

color de contraste, como la nieve en las cumbres

durante el retorno peligroso a la plaza de la Unesco.

Poema 504: Recuerdos, marzo, primavera

Recuerdos, marzo, primavera

Me asomo a la ventana y parece que fue ayer

cuando reinaba el silencio.

Ya no hay grúas en el horizonte cercano,

apenas se ve el campo tan ansiado entonces,

apenas queda un recuerdo agridulce.

Resuenan broncas políticas sobre comisiones,

sobre decisiones polémicas de gestión de la muerte,

un porcentaje pequeño de la vida,

un oasis en la voraz velocidad del mundo.

El olvido va dejando crecer su musgo en las grietas,

las flores son un trampantojo delicioso,

apenas quedan ya sensaciones de confinamiento.

Solo algunos paisajes descubiertos tras la salida,

en los que aspirábamos toda la naturaleza de golpe,

la feraz vegetación que siguió su curso natural,

la lluvia, el sol, el viento, fuerzas primigenias,

nos hicieron conscientes del concepto de reclusión.

Hoy el caminar es lo usual, mirar con intensidad

cuanta belleza nos rodea,

sentir el viento y la luz poderosa del sol en el rostro,

dejar flotar el vago recuerdo de aquella oscuridad.

Poema 503: Oter de fumos

Oter de Fumos

Mi abuelo recorrería estas calles a diario

durante muchos años,

guardaría sus secretos de tiempos convulsos,

guerra, odio, hambre, un incendio,

cuidaría sus majuelos y haría vino,

fumaría sus Celtas Cortos sin filtro,

daría de comer a sus animales,

frecuentaría las bodegas de sus amigos;

quizás en algunos días de primavera

ascendiera al otero del castillo,

observaría la planicie de Tierra de Campos

tal y como yo la vi ayer,

identificaría las pequeñas tierras de labranza,

inspiraría el aire aún fresco de marzo

y a pesar de todo sentiría la pujanza de la vida en él.

He corrido por esas calles, sin resuello,

en una vida mucho más cómoda,

bien alimentado, con tiempo para cultivarme,

casi medio siglo después de su muerte.