Memoria del verano
Cada verano es un plano inexistente
que se superpone a otros planos
imágenes, sudor, playa, bicicleta,
pantalones cortos y sandalias
una puesta de sol en el mar.
Las láminas más lejanas
son transparentes,
apenas pinceladas en la memoria,
una playa de río,
la brecha de mi hermano contra una puerta,
un periódico con Suárez en la portada,
las ciruelas rojas y enormes en Gandía.
Luego hay ya una tormenta de imágenes:
hoy saldrá alguna por azar,
una bicicleta roja apoyada en un árbol
al que nos hemos subido,
tirar piedras a un lavajo con ranas,
un monasterio en ruinas en Aquitania,
leer un tebeo escondido a la hora de la siesta.
La superposición de planos no es nítida,
ni hay un camino temporal por el que seguir;
la presencia de estímulos reconocibles
te lleva a unos u otros recuerdos,
hilos de los que extraes vivencias
modeladas a tu conveniencia adulta,
sin aristas, ni sudor, ni agotamiento.
Las canciones del verano del ochenta y dos,
conviven con partidos de fútbol en una era
a la que vuelves subido en un trillo
cuando apenas habías cumplido cuatro años,
tras el sombrero de paja de tu abuelo.
Antes de la pandemia el verano era estructura,
viajes, vivencias, museos, arte y belleza, naturaleza;
ahora es una lucha mental de continuidad,
un cúmulo de pequeñas acciones
para soslayar el extraordinario peligro,
dotar de normalidad la herida física y mental
ante la incertidumbre de los meses futuros.
Este verano dejará imágenes extraordinarias
aplicado como estás en la búsqueda de belleza,
en el orden armónico dentro del desorden,
en la risa que aparece inesperada,
en una suma de ilusiones renovadas:
palabras, lecturas y ojos que brillan al mirarlos.