El tiempo que nos queda
Hemos tenido el privilegio de ver pararse el mundo,
de escuchar el silencio en una autovía,
de reconocer el canto de los pájaros,
de poder leer a deshoras asomado al balcón exiguo
y subir y subir escaleras sin parar.
Después redescubrimos la flores, su aroma,
la belleza de la naturaleza a su antojo
el éxtasis de un paseo en bici enmascarados,
las benditas vitaminas del sol en la piel
y el ancestral gusto por caminar pegados a la tierra.
Cada pequeño espacio de libertad era una maravilla,
de la que muchos han disfrutado:
se agotaron las bicis en las tiendas,
y han surgido caminantes a borbotones en las sendas.
Ahora la cigüeña subida en su atalaya eléctrica
contempla el ruido horrísono del tráfico en la autovía
cuál saurio evolucionado de perfil extraño
mientras me acerco sigiloso para captar una instantánea
de su vuelo elegante y sagital.
Ya no contemplamos el cielo cada tarde
ni miramos con extrañeza al caminante desenmascarado,
los perros ya no son un privilegio
ni la noche está vedada a los noctámbulos de fiesta.
Los años veinte se repetirán de forma sarcástica,
apurar la vida, las sensaciones, el tiempo que nos queda,
ignorar lo aprendido, huir hacia delante en el espacio,
sin olvidar la especie a la que pertenecemos,
aún recién salidos de las cuevas para transitar el mundo.