En las mañanas felices
En las mañanas felices garabateo unas palabras
en un cuaderno de tapas negras
mientras me asomo a la ventana
para ver a mis hijos andar hacia el instituto.
Parecen días que se suceden sin fin,
terminarán como terminó la guardería y el colegio,
y la consciencia de otro tiempo caerá de golpe.
No todo es felicidad ni calma:
cada día hay centenas de luchas, domésticas, ideológicas,
algunas físicas y otras mentales,
búsquedas y estrategias, decisiones rápidas,
marejadas de fondo y lunas que asoman o se esconden.
Tras esas palabras a menudo repetitivas y vacías
leo uno o varios poemas;
esas lecturas abren ventanas mentales,
a veces me traen de vuelta a la escritura
o a notas que me servirán más adelante.
Es nuestro tiempo de padres en una alta meseta,
en la que a veces hay tormentas mezcladas con abrazos,
restricciones y normas que cuesta cumplir.
Se mezclan los libros por leer con la adolescencia,
reafirmación de personalidades incipientes,
imitaciones y modelos, palabras y una forma de contar
y de interpretar el mundo.
A veces una perturbación en el trampantojo
hace la realidad aún más hermosa en su estabilidad:
Bansky sigue pintando bajo la lona, anónimo y genial,
ajeno a las vicisitudes y los accidentes.
Caminan inmersos en sus problemas
esos que a veces rozan los de los adultos y siempre son otros.
Salir de sus pensamientos y esbozar una sonrisa es aún sencillo,
igual que los abrazos y las risas en familia.
Las rutinas de cada día ensanchan mi mundo,
incluso cuando recorto o minimizo mis tareas laborales.
La mañana se pierde ya en prisas,
en el tráfico de la ruta elegida
entre Sinfonía de la Mañana y Música a la Carta.
Permanece la imagen de los adolescentes caminando.