Arqueología del verano

                        “Ese pequeño brazo que

sujeta el horizonte y lo retiene…”

                  Aurora Luque

Llueve. Sentado en el porche

de la casa familiar

observo el desastre del final del otoño:

troncos de los árboles llenos de hongos,

verdín por todas partes,

hojas secas y retorcidas en el solárium,

el huerto apocado y abonado,

colgajos de hojas macilentas en la higuera.

Cae una lluvia fina inmisericorde,

casi un continuo de agua que alabea el papel

de los libros que me hacen compañía,

grata compañía–.

Sale vaho de mi boca, va el frío húmedo

calando mis huesos:

los secaré más tarde en la lumbre.

Escucho a mi padre afanarse con hierros,

ordena, limpia, siempre inquieto,

siempre buscando una obra nueva,

una reparación, una mejora.

Pienso en la mortalidad,

en la longevidad de que disfrutó mi abuela.

El trampantojo constructivo de lustros

podría ser invadido por la maleza en meses,

las plantas liberadas competirían por el espacio,

el agua y la luz, sin árbitro posible,

toda la geometría humana borrada en un tris.

Leo en Aurora Luque

–De lo infinito que contiene un verano–

y ahí está toda la fuerza del poema,

el ser errante que hay en mí

fijado a la tierra que he cavado con mis manos,

el deseo de permanecer aquí

mientras voy viajando a todas partes.

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