
Subida al Pinajarro
Perdí la contera de mi palo de montaña,
se quedó en la subida tan dura, tan aplazada.
Los piornos nos destrozaron las piernas,
múltiples siseos, arañas, una culebrilla,
cuatro horas infinitas de ascenso
entre praos, riachuelos secos y los hitos
que otros montañeros anteriores colocaron.
Las plantas rastreras y leñosas
dificultan constantemente la ascensión,
unos novecientos metros en tres kilómetros y pico,
una transición difícil del plano a la realidad.
Hemos subido con la ilusión de mi hijo,
con el conocimiento previo de la exigencia de la ruta,
sumando voluntades y esfuerzos,
admirando la altura y las múltiples visiones
de valles, otras montañas, pueblos y senderos.
Arriba la veleta marcaba noroeste,
el privilegio de una visión de ángulo completo
el culmen de un esfuerzo titánico
y el pánico racionalizado del descenso.
La luz del amanecer doraba el fondo tras los pinos,
sombras en los canchales,
el verde emboscado de las escobas en las laderas.
El descenso fue un calvario de piernas arañadas,
y un fortalecimiento resistente del vínculo filial,
el grito desde la altura de un deseo consumado.






