Poema 425: El sol de febrero

El sol de febrero

El sol de febrero es una maravilla

como la lujuria leída en un autor sátiro

burlón y encendido, un erudito de bastón

y de múltiples velos, viajes, anécdotas y fama.

He perdido el gusto y la mirada poética,

la pulsión de los placeres más mundanos,

el arte de encenderme con unas notas musicales

o con una danza del fuego en una noche de verano.

¡Ah!, el verano, ahí está el fin y el destino,

en noches junto al mar,

el calor que remite en el poniente,

la consciencia fugaz de mi límite mental.

He vislumbrado algunas cosas hoy:

una comida en una calle peatonal,

aquel curso de verano en Santander,

ese partido de baloncesto en un pueblo en fiestas.

Se abre de repente la cabeza tras días angustiado,

poesía a borbotones,

haces de electrones liberados,

estímulos locos, cual espermatozoides novatos.

Ahí está aquella foto de las colinas iraquíes

en plena invasión americana:

la existencia de un mundo inhóspito,

o el valle descubierto en bicicleta una primavera.

También está la risa impagable en una mesa corrida

una tarde estival a orillas del Danubio,

o aquellas notas de Lakmé

que me parecieron el futuro posmoderno.

Potsdamer Platz o la torre Eiffel tras unos arbustos,

entrar en el Gran Canal al amanecer,

un burro con dos bombonas en la medina de Fez,

son sensaciones no del todo olvidadas.

Permanecer y esperar, recordar y revivir,

es la única receta posible a la espera de las musas,

de esa ansia de captarlo todo y de disfrutar,

de absorber la belleza por cada poro de la piel.

Poema 420: Balance y final

Balance y final

Y la guerra es un bulbo,

exportable, lozano, un oscuro tubérculo

que arraiga en cualquier lodo.

                                    Aurora Luque en “Un número finito de veranos

Empezó el año con el mar

y unas temperaturas nunca esperadas.

Después fue El Viaje,

prepararlo, rememorar veinticinco años atrás,

planos, lugares, el Danubio.

Aún no había viaje, pero ya estaba viajando.

Entre tanto hubo música, conciertos, variaciones,

un pianista arrebatado,

una visita importante que se plasmó en el poema

sobre los pájaros que huyen del lúpulo.

Corrimos entre los pinos y la amistad una vez más.

Los castillos del Loira nos invitaron a soltar mascarillas,

a enmudecer ante el lujo y la magnificencia.

Despertaba la primavera y con ella la guerra,

el horror tan cerca, la incongruencia,

el beneficio de pocos y el desastre de todos.

En mayo descubrí los Zumacales, la magia

de un enterramiento prehistórico, el lugar sagrado,

la naturaleza en el valle de las Batuecas,

los pequeños eremitorios diseminados por la montaña.

Toda la naturaleza se llenó de amapolas y calor;

leí Como guardar ceniza en el pecho,

un festín literario lleno de feminismo y resistencia.

El Rey León en el que actuaba mi hija

creció lleno de baile y color.

Safo en Mérida entre el calor asfixiante

me llegó como un relato lleno de deseo y amor.

Hubo lesiones, fiebre, permanencia,

y sin pausa aparecieron las bicicletas rojas y amarillas,

la consciencia del viaje multitudinario,

días felices en los que todo salía mejor de lo planeado.

Permanecí en agosto mirando cielos, ruinas romanas,

ríos en los que apagar el calor inconmensurable,

un teatro y otra vez el mar nudista entre brezos violetas.

Hubo muertes mediáticas y cambios en el paisaje,

de nuevo la Amistad del corredor poema atemporal,

conversaciones sobre futuros inciertos, música india,

una campana y llegó, luctuosa, La herida matemática.

Noviembre fue un mes de belleza extrema en el Otoño Mágico,

lleno de acontecimientos, de ruido político, de poesía vital y setas.

Se termina el año con arte, con cielos, con fútbol,

lecturas, documentales que son una maravilla de hitos culturales.

Todo se sostiene por hilos invisibles, emoción poética,

formas que son miradas por ojos enfocados y atentos,

las sorpresas de cada día y la esperanza optimista

de fuerza incalculable, inmerecida y deslumbrante.

Poema 391: El final del viaje

El final del viaje

Todavía veo bicicletas rojas y amarillas

y la amplitud como un mar del río Danubio,

aún creo ver siluetas familiares en las calles

de los compañeros de aventuras.

El viaje se ha vuelto liviano

ante el quehacer diario;

irá adquiriendo su peso como una celebración,

un momento idílico en estos años,

risas, conversaciones en paralelo, confidencias,

el alma austriaca analizada en sus campos y jardines,

la belleza de unos cisnes o la sorpresa de un lago,

un café delicado a la vera de una abadía,

la suma de recuerdos veinticinco años después

y las miradas incrédulas de los jóvenes.

Quedará en el recuerdo el primer baño en el río,

las cervezas del final de cada jornada ciclista,

algunas pequeñas ascensiones por rampas empinadas,

o los albaricoques al alcance de la mano.

El viaje ha tenido una velocidad ideal,

la mirada limpia de quienes lo hacían por vez primera,

las risas de cada noche sentados a una mesa,

junto a recuerdos y pequeñas erudiciones.

Una siesta junto a un campo de calabazas

nos descubrió el territorio Alevita;

el mecanismo de una esclusa nos hizo detenernos:

admirar la fuerza hidráulica,

entender las complicaciones de la navegación,

poner un pie en un país y otro en Alemania.

La suma de los días excede con creces a lo imaginado,

pues el calor de esta vez o la lluvia del viaje original

trastocan el modus intinerantur.

Las despedidas nos dejan hilos invisibles,

enlaces, nervaduras, amistad y alegría,

incluso para los que habitamos en la periferia.

Recuerda Raquel la generosidad y el disfrute

en estos día terapéuticos de julio.

Que las lágrimas de la despedida

se conviertan en vínculos imperecederos.

Poema 366: Preparación del viaje

Preparación del viaje

No hay reglas, solo recuerdos:

he encontrado fotografías y resguardos,

un plano y un cuaderno de notas

ondulado por la humedad que debió soportar.

El plano general del recuerdo omite los detalles,

el cansancio tras pedalear una jornada bajo la lluvia,

la incertidumbre de dónde descansar,

todos los futuros posibles que entonces podía imaginar.

Recuerdo historias contadas en corro al atardecer

en una ciudad húngara junto a un lago,

el castillo derruido en el que estuvo prisionero un rey,

la angustia de la inundación que nos perseguía.

También la biblioteca medieval bien conservada

en un monasterio de resonancias literarias,

un atardecer atravesando viñedos y campanarios

y un castillo con literas al que nos costó ascender.

Han pasado veinticinco años y aquello ha sido mitificado

por el recuerdo y por las sucesivas narraciones,

por la incipiente lectura de otros viajeros;

ahora volvemos a revisitar una parte de aquella aventura.

El mundo ha cambiado y también nosotros,

hemos sido alcanzados y sucedidos

aunque cada cual jurará que en esencia es el mismo

que viajó en aquel verano del noventa y siete.

Planificamos cómodamente minimizando riesgos,

duplicamos el número de viajeros,

nos asomamos a una melancolía incómoda

para poder disfrutar de cada instante presente.

Y sin embargo la ilusión crece con los días,

con cada preparativo imaginado o real,

vistas las caras en la distancia, los ánimos,

las preguntas y los pequeños milagros de la voluntad.