El sol de febrero
El sol de febrero es una maravilla
como la lujuria leída en un autor sátiro
burlón y encendido, un erudito de bastón
y de múltiples velos, viajes, anécdotas y fama.
He perdido el gusto y la mirada poética,
la pulsión de los placeres más mundanos,
el arte de encenderme con unas notas musicales
o con una danza del fuego en una noche de verano.
¡Ah!, el verano, ahí está el fin y el destino,
en noches junto al mar,
el calor que remite en el poniente,
la consciencia fugaz de mi límite mental.
He vislumbrado algunas cosas hoy:
una comida en una calle peatonal,
aquel curso de verano en Santander,
ese partido de baloncesto en un pueblo en fiestas.
Se abre de repente la cabeza tras días angustiado,
poesía a borbotones,
haces de electrones liberados,
estímulos locos, cual espermatozoides novatos.
Ahí está aquella foto de las colinas iraquíes
en plena invasión americana:
la existencia de un mundo inhóspito,
o el valle descubierto en bicicleta una primavera.
También está la risa impagable en una mesa corrida
una tarde estival a orillas del Danubio,
o aquellas notas de Lakmé
que me parecieron el futuro posmoderno.
Potsdamer Platz o la torre Eiffel tras unos arbustos,
entrar en el Gran Canal al amanecer,
un burro con dos bombonas en la medina de Fez,
son sensaciones no del todo olvidadas.
Permanecer y esperar, recordar y revivir,
es la única receta posible a la espera de las musas,
de esa ansia de captarlo todo y de disfrutar,
de absorber la belleza por cada poro de la piel.