Poema 506: Marrakech

Marrakech

La Medina es un decorado de enormes proporciones;

figurantes profesionales regentan las miles de tiendas,

artesanías, restaurantes, atracciones turísticas,

te hacen soñar con un mundo onírico

en el que las serpientes bailan al son de las flautas.

Dicen que las cobras son sordas,

que se activan por el movimiento rítmico del tañedor,

un peligro de rango medio, equilibrio de amenazas,

baile de los púgiles en el cuadrilátero poético.

La lluvia caída produce reflejos amplificadores,

sonidos penetrantes en la gran plaza,

olores, movimientos en todas direcciones.

A la caída del sol, el muecín de Kutubía

lanza sus rezos desde el minarete espléndido,

apenas un dátil con agua para romper el ayuno,

una esterilla orientada de forma conveniente

sirve para entonar las plegarias salmódicas.

Los diversos zocos seducen al turista,

metales, madera, perfumes, especias,

un abanico infinito de posibilidades mercantiles,

la belleza oriental condensada en pocos kilómetros.

La ciudad es absorbida por esa plaza infinita,

por el tráfico caótico de motocicletas y automóviles,

por el teatro social que impone el Ramadán

y por el flujo turístico que se renueva sin fin.