
Ponta Delgada
Toda isla supone aislamiento conceptual
también cosmopolitismo y crueldad.
Quienes arrasaron todo quemándolo
dejaron semillas de especies antiopodales,
también resistencia y unidad.
La singularidad es estratégica y volcánica,
también católica, colorida y floral.
La Historia superpone capas y anécdotas,
también los vientos que acortan distancias,
un escritor romántico que se suicida
acogiéndose a la saudade lusa continental
y el turismo incipiente levemente canalizado.
Aún sin apenas salir de Ponta Delgada
la vista detecta exuberancia y montículos verdes,
una promesa edénica y biológica desconocida,
jardines que se desbordan sin apenas cuidados,
una ciudad que va adecentándose sobre ruinas
de estilo colonial vetustas y encantadoras,
llena de iglesias análogas, manuelinas y barrocas.
Vuelan vehículos por calles estrechas
como si la prisa fuese connatural en medio de la calma,
de un mar que en verano parece domesticado,
de humanos que se esmeran en procesionar santos
para aplacar la ira de las placas tectónicas en fricción.
La ciudad está llena de contrastes, de quietud dominical,
de una reconstrucción lenta y amable
sobre un pasado de fortalezas e invasiones,
singular e iluminada por un clima suave y cambiante,
bellísima en su conjunto armónico y diferencial.












