
El club de los vecinos muertos
La vida a veces dura una novela,
o menos.
Nos toleramos, nos queremos, nos acariciamos,
ese reconocimiento crea un hueco,
un espacio vital en el que leemos, razonamos,
nos reímos todo lo que podemos, ¡a veces tan poco!
La cultura o los proyectos, o las maquinaciones,
cada cual posee un motor más o menos contaminante.
El club de los vecinos muertos aumenta cada año:
reflexiono sobre mis recuerdos de ellos,
su voz, el impacto de su presencia, algunas frases,
la bondad o no de sus presupuestos.
–En este banco conversamos–, –el tiempo pasó volando–,
–siempre sonreía mientras hablábamos–,
–me lo crucé muchas veces, pero nunca intimamos–.
Un día desaparecieron y no lo supe hasta semanas después,
o meses, sin apenas circunstancias explicativas.
El club se extinguirá conmigo, como idea, como poema,
no la realidad de la muerte, no los huecos,
ni los espacios mentales o el rastro de las voces
grabadas en un subconsciente que tratamos de ignorar.
Mis descendientes no sabrán apenas nada de mí,
menos de lo que conocieron esos desaparecidos
a los que tangencialmente saludé o reconocí
en el paisaje diario, en la cordialidad vecinal.
Nada les importa ya, nada les concierne,
llega la insignificancia tras la apoteosis del sol poniente.








