Aguanieve
El aguanieve de marzo cae sobre las flores
de los cerezos chinos de mi calle,
también sobre el árbol joven del que penden copos de algodón,
y del viejo, decrépito y aún florido almendro
que ha presidido toda la escolarización infantil y primaria de mis hijos.
El pino guía ha sido destronado por el viento,
poda natural, destino inevitable de la cruda selección natural
o quizás una aleatoriedad imprevisible;
atemoriza pensar en la ausencia de patrones
en la muerte y desaparición de algunas formas de vida.
En dos viajes sucesivos he visto el pino derribado,
la maquinaria del hombre atacando el cadáver,
carroña con motosierra que solo deja el tocón,
el esqueleto devorado por el depredador,
las virutas naranja de la savia aún portadora de vida.
Sonrío bajo las gotas densas que trae el viento,
estoy pensando en la sintonía de Cyrano de Bergerac
que suena a las nueve y media en Radio Clásica:
no dejo de tararear la cortinilla de fin del programa
ni de embeberme de las palabras de despedida.
Los cerezos han sobrevivido al aguanieve,
resplandecen en la tarde fría y soleada,
aún no han esparcido el olor de su polen,
serán fecundados por formas de vida invisibles
para la vista desacostumbrada del urbanita ocupado.