Paseo en bicicleta
El campo está precioso en primavera:
huele a cereal aventado, sopla la brisa
y hace ondear las amapolas;
las margaritas de las cunetas
bailan su danza en las semanas previas al solsticio.
Recuperas la vista y el olfato,
en unos minutos comienzas a oír los pájaros,
te detienes sin resuello en lo alto del páramo:
dejas la bicicleta sobre el costado sin mecánica,
ensanchas la vista y los pulmones.
Sientes que tu espíritu se reconcilia
con el de tus antepasados,
integrados en laderas, colinas, tierras altas,
conocedores de fuentes y frutales,
ellos mismos del color del sendero.
Observas el contraste desmesurado con la urbe,
manchas rojas y amarillas, verde por doquier
frente al gris contaminado, aceras y ruido,
asfalto, caminar errático de individuos
con la mirada desnortada y abúlica.
A la sombra del pino crece la avena loca,
te sientas e imaginas un picnic,
la mirada lúcida, el timbre afable,
una atmósfera protectora y relajante,
el insecto amarillo en el centro del orbe.