Calles y piedra
Calles y piedra y el aliento de la niebla
persigue conciencias y ánimas,
despierta sueños y vuelos de aves migratorias,
el milano de cola de tijera
al acecho del surco oxigenado del arado
cae en picado atajando a su presa.
Un impresionante paisaje de montañas
superpuestas en el poniente,
muestra tu nimiedad personal,
penetra como el fulgor del frío en tus huesos,
azulea tu aura de turista observador.
Palabras en desuso vivas en las macetas,
el pueblo solitario en la hora del ocaso,
calles tuertas, un castillo silueteado;
allí resuenan tus pasos fantasmales
en la calzada romana y el puente.
El aura familiar envuelve y protege,
el museo se muestra en escenografías
disimuladas durante decenios en cada calle,
en cada rincón, cada fuente, cada esquina,
un trampantojo sin fisuras aparentes.
La belleza es la hora del ocaso
o la ausencia de transeúntes y pobladores,
quizás la pertenencia al clan que campa
a sus aires sobre las piedras milenarias,
o el aire limpio que penetra en los pulmones.
Paz y armonía, momento irrepetible,
la conjunción de detalles y algarabía infantil,
una foto aquí y otra allá, el cuidado de la luz
más apreciada que nunca
glorifican el día y lo encumbran a mito y leyenda.








