Los Zumacales
Era un nombre mítico que una vez memoricé,
un lugar aún sin imágenes,
el caminar con mirada pintora de Cuadrado-Lomas.
Y estaba ahí, cada día lo visitan decenas de personas
que buscan un atisbo de espiritualidad,
conocer el mágico lugar de enterramiento
desde el que se observan colinas, valles, un río caudaloso,
toda la primavera parcelada de cereal.
Aquel túmulo era un lugar sagrado
en el que se honraba a los ancestros:
meditar, sentir, asumir la propia identidad,
una forma de cohesión social
y una ordenación del territorio a ese lado del Pisuerga.
Hace cuatro mil años todo el clan se unió
en la descomunal tarea de arquitectura funeraria,
un gasto energético ajeno a la supervivencia
o quizás fundamental para la convivencia serena.
Hoy contemplo con reverencia esas piedras,
el lugar elegido, casi centro de peregrinación secreta,
expuestos los huesos y la industria lítica en un museo,
rodeado el paraje de un halo legendario.
Soy un poco más minúsculo que ayer,
integrado en esta tierra de supervivencia,
en esta maravilla conservada y excavada a conciencia,
heredero de espíritus que aullaron al viento desde aquí.