Poema 627: Dirección Orquestal

Dirección orquestal

La expectativa nórdica no era excesiva

y sin embargo todo se fue animando:

la soleada tarde de primavera en bici,

mi ubicación en el auditorio,

el adelantamiento a la esforzada violinista

que ascendía con su bicicleta plegable.

La directora dirigía con todo el cuerpo,

armoniosa, baile suave de las manos,

elegancia y gestos de profunda concentración:

en su cara anticipaba el desgarro, el dolor,

o la alegría desbordante del oboe solista.

Hubo un pianista virtuoso de gran fama,

una compositora rescatada del olvido

que me transportó al amanecer en el lago,

preludio ambos de la gran sinfonía danesa.

Los violines avivaban la orquesta o la sosegaban,

la directora se movía como una espiga ondeante

o como toda la colina cerealista a un tiempo.

Los fagots acompañaban siempre a la trompa

que contestaba a la desmesura de las cuerdas;

la madera amortiguaba el metal.

–Muy difícil, muy difícil, partitura llena de acotaciones–,

me había dicho días antes un primer violín.

La directora dominaba y modulaba,

moldeaba a la centena de artistas cual escultora,

les insuflaba vida y continuidad.

El final apasionante no daba tregua al espectador

embelesado y atrapado por el virtuosismo ejecutivo:

un éxito agotador, un goce, una fascinación de los sentidos.

Poema 596: Shostakóvich me hace sonreír

Shostakóvich me hace sonreír

Shostakóvich me hace sonreír,

ilumina esos poemas decimonónicos,

experimentales y evocadores que canta la soprano.

Estoy leyendo unos poemas maravilla

en la espera y el calentamiento musical,

la conjunción perfecta en soledad absoluta.

Un hombre paseando un libro,

un lugar aislado desde el que compadecerme.

El movimiento de las cuerdas es frenético,

el mar de arcos balanceándose en armonía,

también la concentración del percusionista

anticipando el golpe único del gong.

La mujer de la viola muestra sus alas tatuadas

que simulan moverse al compás de sus músculos.

¡Cómo pensar que Rimbaud sería cantado

con tamaña magnificencia!

Recordé la sinfonía Leningrado meses atrás

en presencia de la guerrera diez,

misma sonrisa eufórica, exaltada, encendida.

Hoy leo unos versos en un francés sonoro

llenos de jardines, de centauras seráficas,

de bacantes de los arrabales,

un festín endiablado y sonoro

con el que Britten esculpió nota a nota sus canciones.

En el concierto todo es ya exceso, desafuero,

incontinencia sonora capaz de elevar el ánimo

las alas acercándose al sol antes de quemarse.

Poema 509: Malher

Malher

La soprano de frágil apariencia,

–Hera vestida de tul azul–,

resiste sentada, concentrada,

toda la sinfonía.

El desorden aparente del primer movimiento

en el que los cascabeles hacen renacer la melodía,

no permite disidencias en la escucha,

atentos al instrumento solista insospechado.

La coordinación de la orquesta es admirable,

un trabajo de relojería artesana,

para conseguir un maravilloso sonido.

La voz de la soprano coreana surgió potente

en el movimiento final de la sinfonía malheriana,

me hizo imaginar campos primaverales ondulados,

florecillas cual manchas impresionistas,

un corretear por la pradera disfrutando del sol, de las nubes,

de las aguas cristalinas de un riachuelo vivaz.

El silencio sostenido, aun vibrando la delicada voz

en la consumación sinfónica,

logró un instante efímero de misticismo colectivo.

Poema 365: Las formas del aplauso

Las formas del aplauso

Me quedo mirando las manos como un tonto

después de la mágica actuación del pianista

insignificante y enorme.

Todo el mundo aplaude a Ciobanu,

izquierda sobre derecha estática

o ambas manos en movimiento,

palmas, gruesos anillos, concavidad

o convexidad haciendo ruido;

a veces simple giro de muñeca

o elongación potente de todo el brazo.

Algunos músicos mueven sus arcos

en señal de respeto y admiración;

otros golpean la tarima rítmicamente

con sus zapatos puntiagudos y brillantes.

La hermosa mujer de la última fila de violas

se golpea el muslo bien torneado con la mano.

El adusto barbudo del contrabajo,

observa todo con ojos pequeños, mas no aplaude.

La asistente de clarinete se ha enmascarado:

no he podido despegar mis ojos de ella en todo el concierto;

guarda un pañuelo de papel bajo el atril

y limpia rítmicamente la pipeta por la que sopla;

ahora aplaude con frenesí al director ruso.

Me duelen los brazos del esfuerzo al aplaudir

hasta que el pianista se lanza a una propina jazzística.