La luna enciende la cebada
La luna enciende la cebada
recién regada por la tormenta.
Tras la lluvia, huele a cereal espigado,
hay mucha feracidad en las plantas.
Algunos árboles del paseo están huecos
pero han brotado sus hojas de un verde intenso.
El viento hace ondular las espigas
y la luz del anochecer crea una atmósfera mágica.
Solo, en medio del campo, me pregunto por esta belleza
por la singularidad de este momento
en el que mis sentidos aprehenden cuanto abarcan;
también por la soledad y la despoblación,
al igual que días atrás en las Batuecas
me preguntaba por la vida en los eremitorios,
consciente de que el lunes
soportaría los ruidos y la contaminación urbana,
el gris opaco del asfalto en los ojos
impregnados de verde y trasparencia en ese instante.
Cada estación, añoro más la vida al aire libre
el riesgo y la soledad
frente a la seguridad socio-sanitaria de la ciudad;
la meditación y el éxtasis
frente a las prisas compulsivas y las adicciones tecnológicas.
Vuelvo envuelto en mi propia nube,
en el placer renovado de los sentidos,
de nuevo domesticado y cómodo
al mundo aséptico de horarios y sentidos limitados.