
En el campo
Acudo bajo la llovizna tan excepcional de mayo
a un lugar sagrado en la antigüedad,
territorio de reposo de difuntos,
túmulo observable desde todo el valle.
El lugar me llena de paz y alegría;
aspiro el aroma de las espigas húmedas,
el viento cargado de agua,
la visión magnífica de entre verde y amarillo
que contrasta con el azul metálico –y oscuro–
de un cielo amenazante.
Descanso un instante del ajetreo del día,
del mes, del año.
Imagino a un cazador milenios atrás
hierático, olfateando el viento,
su lanza en ristre, joven y atlético,
atento a cualquier variación del campo visual.
Camino de vuelta por una senda inexistente
horadada por conejos y alimañas;
tras recorrer unos cientos de metros
observo una silueta animal en lo alto del cerro.
Estremecido y alerta corro campo a través,
atajo por entre las espigas
mirando de reojo con cautela.
Mi adrenalina se ha disparado al intuir un cánido,
a buen seguro más asustado que yo.
Llego lleno de barro, pies húmedos y sudando,
al camino conocido, lugar teórico de salvación,
satisfecho y resollando, lleno de vida.


