
Las nubes en el cañón
Tumbado en el cañón horadado por el agua,
tras el baño en la poza helada,
absorbo con presteza la energía de la piedra,
me lleno de su calor.
Las nubes del cielo bailan un vals lento,
no puedo dejar de mirarlas:
descubro formas de animales, de países,
fantasmas, ataques, mordiscos.
De repente me pregunto:
¿de dónde sale mi imaginación?
¿Qué soy capaz de vislumbrar?
Entiendo mis limitaciones sobre las formas,
estas cambian al ritmo que mi cerebro adivina,
como si estuviera estipulada la velocidad.
El vals lento semeja al de los cuerpos que se juntan,
nubes amorosas hacia otras nubes,
todas de riguroso blanco inmaculado,
se acercan y se alejan, desvaneciéndose con ceremonia.
Un dragón humeante ataca una oveja,
el mapa de la península se convierte en un fiordo,
siento algo de felicidad en la contemplación,
algo tan sencillo y al tiempo tan espectacular.
Una corona o un continente, busco y encuentro,
cada imagen es contrastada con una base de datos
alojada en mi cerebro después de tantos años;
reconozco la presteza mental en ese instante.
Siento el placer del sol, el ruido uniforme del agua
que desciende en cascadas entre las grandes piedras,
la luz, la brisa, el azul tras las nubes blanquísimas,
ese bienestar profundo lo asimilo a la felicidad.


