
Acantilados de la costa Astur
Sopla un nordeste descomunal
sobre la inmensa pradera de la Regalina,
verde por doquier, risas y ocurrencias amicales,
ansia viva de la alegría de espíritus afines y festivos.
El clima y el paisaje configuran el ánimo ciclista:
incluso tras la avería mecánica todo es alborozo,
fotografías desde distintos ángulos, poses,
juegos de palabras y repeticiones jugosas.
La belleza serena excede la belleza real
pero no la esconde ni minimiza,
tampoco exorciza el resto de pensamientos,
ni las cargas habituales de la vida cotidiana.
El esfuerzo del pedaleo en subidas constantes
se compensa con iguales bajadas,
con olores a heno recién segado o a eucaliptos invasores.
Los cortados sobre la costa empequeñecen al individuo,
lo transportan a mundos ignotos en los que sobrevivir
es el único espectáculo permitido,
nos protege la colectividad sumativa de ideas y destrezas,
el pequeño trance de la pertenencia organizada
a grupos cohesionados con diversas estrategias.
La belleza obnubila y concentra el pensamiento
en píldoras poéticas, como el chupito de cielo
observable en la noche estrellada cenital
a través del tragaluz descubierto del coche impronunciable.
El camino continúa con nuevas aventuras.


