
El camino de las avutardas
La tierra no se sujeta en el campo descarnado:
llueve y la escorrentía embarra el camino.
Las huellas de las palmípedas persisten en el barro.
Huele a trigo húmedo y a las flores de las cunetas,
canturrean los pájaros;
una avutarda sale volando pesada y a ras de tierra.
A duras penas levanta el vuelo.
Hay huellas de otros animales: zorros, conejos,
caminos que trazaron las hormigas en su faenar
antes de la lluvia.
En medio de fiestas y romerías,
el disfrute de la naturaleza humedecida
es un oasis de felicidad, de sensaciones ancestrales.
Llegan en tropel los recuerdos y los cómputos:
¿Cuántas veces habré pasado por ahí?
¿Cuántas avutardas he avistado en mi vida?
En una bicicleta infantil recorríamos sendas
durante el mes de junio
con una pandilla que aún sobrevive en la madurez.
Ningún camino de la concentración parcelaria
me es desconocido:
puedo nombrarlos al estilo de los lugareños
si es que yo mismo no soy uno de ellos.
Puedo recordar los nidos de aguiluchos
o a Picachinas trepando por los pinos piñoneros.
La vida está pasando, pero las señales ancestrales
persisten, llenan mi memoria,
me invaden la nostalgia y el gozo
en una mezcla de emociones muy placentera.


