Cincuenta 
El aprendiz de poeta se acerca a los cincuenta,
abre una hoja en blanco,
igual de escéptico que hace diez años
por unas cosas o por otras.
Durante unos meses ha dejado de mirar:
el árbol ya no es un árbol sagrado,
solo es verde, quizás pelado en su cénit,
el río es un río asolado de verano de color vulgar.
De todo hace ya muchos años:
del tiempo de las bicicletas o de una libertad
que no existía, que ahora fabrica en su mente
y evoca como si fuera real y tangible.
Ha dejado de leer poesía inteligente,
versos en los que atisbar soluciones vitales;
picotea aquí y allá en busca de ideas
escribe o imita, desafía el vacío con palabras.
Cuando mira atrás encuentra vivencias,
se justifica con miles de recuerdos y fotos,
centenares de páginas escritas,
el bagaje de una vida de altibajos.
Algunas vías no han sido aún exploradas,
muchos libros esperan a ser leídos,
cientos de películas que le gustaría ver
y otras que aún no han sido rodadas.
Los cincuenta es una edad meridiano:
se oscila en distintas latitudes manteniendo la longitud,
no hay excusas para lo que no se ha hecho,
ni justificaciones reales de los errores cometidos.
A veces el aprendiz de poeta se pasea satisfecho
de su pequeña obra o del vórtice vital que ha ocupado:
entonces, desearía desaparecer o renunciar,
mas la belleza vital le sirve de ancla y permanencia.




