
Hervás
El forastero pero asiduo visitante comprueba
el deterioro creciente de la casa de Marinejo,
la grava que allana el camino a la chorrera,
las mariposas juguetonas en el sendero olvidado,
las fuentes cantarinas que presuponen lluvias invernales.
Hay una soledad en los caños al caer la tarde,
y una brisa en la terraza que mueve las páginas del libro,
calma y quietud bajo los plátanos peatonales,
solo el ruido de mesas al ser apiladas en un bar.
La fuente chiquita acumula turistas
que después irán a ver los miles de cactus;
llega el olor a roble de las montañas,
la luz amarilla de las farolas en el barrio judío.
El tiempo ha borrado una pescadería,
una tienda de instrumentos musicales,
algunos mesones de vida efímera,
la pujanza del cine en noches de verano.
El camino a la Chorrera es una romería,
un peregrinar turístico activo y delicado,
como la pista Heidi o el caño de la ermita,
como la vía verde que lleva hasta Béjar.
La vida aquí es la del caminante en la mañana
que imagina un huerto ordenado,
la del lector gourmet el resto del día
paseante al anochecer disfrutando del fresco.
