
La vida cotidiana en la urbe
Desgasto una tras otra mis lentillas,
–de las camisas que versaba José Agustín, ni hablamos–,
me vuelven a picar los ojos por la cupresáceas
y he comprado un periódico en papel.
Hay infinitas posibilidades electivas
aunque parezca que no puedo salirme del carril,
después están los choques con ideas ajenas,
el límite de la corrección política que apenas traspaso.
La fluidez mental viene de los textos,
bien o mal elegidos, elongados, investigados:
palabras, conceptos angulosos usados a vuelapluma,
acotaciones sistemáticas, flujo de ideas.
Cuando pongo un parche al radiador que se desangra
se funde el foco derecho de mi coche,
o se termina la leche de los niños en la despensa;
hay pocos momentos de calma para la poesía.
Escucho unos podcasts, irrelevantes por eruditos,
llenos de notas y de un trabajo ingente,
lanzados a las ondas para unos miles de personas,
cada una con sus intereses y sus neuras.
Boca a boca, bicicletas municipales naranjas,
un lanzamiento ecológico desesperado
en la búsqueda de una masa crítica de usuarios,
la modernidad es el transporte a pedales.
Leer el periódico dominical sentado al sol en un banco,
o ensayar una charla de achaques con un amigo
son los mayores placeres bajo el sol de febrero,
mientras esperamos atisbos de la primavera.
