
Dirección orquestal
La expectativa nórdica no era excesiva
y sin embargo todo se fue animando:
la soleada tarde de primavera en bici,
mi ubicación en el auditorio,
el adelantamiento a la esforzada violinista
que ascendía con su bicicleta plegable.
La directora dirigía con todo el cuerpo,
armoniosa, baile suave de las manos,
elegancia y gestos de profunda concentración:
en su cara anticipaba el desgarro, el dolor,
o la alegría desbordante del oboe solista.
Hubo un pianista virtuoso de gran fama,
una compositora rescatada del olvido
que me transportó al amanecer en el lago,
preludio ambos de la gran sinfonía danesa.
Los violines avivaban la orquesta o la sosegaban,
la directora se movía como una espiga ondeante
o como toda la colina cerealista a un tiempo.
Los fagots acompañaban siempre a la trompa
que contestaba a la desmesura de las cuerdas;
la madera amortiguaba el metal.
–Muy difícil, muy difícil, partitura llena de acotaciones–,
me había dicho días antes un primer violín.
La directora dominaba y modulaba,
moldeaba a la centena de artistas cual escultora,
les insuflaba vida y continuidad.
El final apasionante no daba tregua al espectador
embelesado y atrapado por el virtuosismo ejecutivo:
un éxito agotador, un goce, una fascinación de los sentidos.
