Escritura automática
La escritura automática no acude cada día,
ni la idea, ni la belleza observada,
ni la imaginada o provocada por imágenes
mentales sugerentes o posibles.
La mente tiene una producción previsible
de ideas finitas:
se agotan los temas y la mirada atenta;
aparece la duda y el silencio.
Hay días en que un texto nada te dice,
no sugiere ni amplifica,
no te perturba o inmoviliza,
ni mueve, ni esparce, ni desordena.
¿Cuántas veces has escrito sobre las aguas
de color chocolate del Duero
tras las lluvias del norte?
¿Cuántos árboles han tenido que perder sus hojas
para poder hablar de sus muñones,
o sobre el desamparo de su traslucidez?
Y, sin embargo, ahíto de imágenes,
cansado del deambular diario,
cuando menos lo esperas surge de la humedad
la fotografía de un musgo intenso,
la formación en escuadra de aves de paso,
o esa montaña nevada que se acerca a tu ojo.
Ahí está la belleza de no hilar nada,
de no estar precavido ni preparado,
el poder automático de evocar
sin orden ni concierto cuanto te venga en gana,
la lucha del improvisador en días difíciles.
