
Bruce
Varias horas antes del concierto
en los alrededores del Metropolitano
el ambiente era de fiesta en los bares:
cervezas y camisetas de la gira de Bruce
coexistían con animadas conversaciones
y la euforia expectante de los auténticos fans.
Un azar de ínfima probabilidad
nos hizo coincidir en la pista con viejos rockeros,
antiguos amigos, rostros conocidos,
un ápice más de la felicidad colectiva inminente.
El espectáculo de luz, pantallas y sonido
ha evolucionado mucho desde el dieciséis:
menos volumen distorsionado, más nitidez,
la comprensión de que al éxtasis colectivo
se llega por la sencillez de conceptos y música,
con un ídolo inmaculado, ya mito, ya humano.
Deambulé perdido entre la masa en movimiento,
observé el trance surgido del baile y de la música,
el creciente ritmo estudiado de los himnos,
la incorporación lenta de individuos a la comunión.
No accedí a la elevación mística,
quizás por falta de ritmo, o por ignorancia suma
de letras, sonidos, leyendas del sumo sacerdote;
sí percibí la dicha integral en la atmósfera,
la belleza de la luz, del templo, del baile,
el cúmulo de ritos de la modernidad compartida.
