
El sendero de la costa
El sendero serpentea entre tojos y zarzas,
conecta playas y bordea fincas abandonadas,
sigue la orografía de la costa como un fractal
y multiplica las distancias aparentes.
El tránsito por esos lugares tan bellos
simula una metáfora de la vida:
serpentear sin un fin aparente, avanzar
pendiente de las rocas y las raíces,
sentirse un dios en las cumbres,
descubrir playas incógnitas y simas intransitables,
desfallecer y seguir caminando.
La luz del cielo, tan cambiante, hace verdear el mar,
o lo envuelve en una bruma que anuncia lluvia:
desearía vivir en aquella antigua mansión enorme,
pero también en la exigua torre moderna;
de pronto, empapado, me digo que este clima es cruel
al igual que pensaba la semana pasada
bajo la niebla persistente de Castilla.
El fulgor está dentro de cada uno de nosotros,
está en un verso que me ha conmocionado,
en la voz de esa cantante que me obsesiona,
o en ese recodo del sendero que se abre a la luz marina,
a una nada infinita mecida por el ruido constante de las olas.
Regreso por otros caminos más seguros,
mitificando cada paso que di entre el barro,
creando un mapa mental que pronto olvidaré
entre el ruido obsceno de la ciudad y las urgencias laborales.
El atardecer se eterniza como si me tuviera cautivo,
me urge a volver a las minuciosas rutinas innobles,
al calor de un hogar tejido en estos cuatro días.
