Un hombre con una máquina de escribir

Un hombre con una máquina de escribir
parece dirigir un coro de voces blancas,
los instrumentos dialogan en los intervalos
de silencio vocal.
Un poco más allá, una pareja de bailarines,
etéreos, livianos, danzan al ritmo de la flauta
travesera y los instrumentos de cuerda
que, armonizados, no pueden nada contra el viento.
El hombre de la máquina de escribir se levanta,
en un gesto teatral se quita la peluca
y la máscara plástica del rostro:
es una hermosa mujer de pelo corto y pajizo.
Un aleluya se eleva hacia la bóveda
de este templo secularizado,
los bailarines se desnudan
todo el mecanismo queda al descubierto.
No, no hay un coro góspel travestido,
es teatro, la directora del coro extrae un bolígrafo
de su traje y escribe en la espalda musculosa
del bailarín: “Deus ex machina”.
Cual enorme contradicción, la grúa oculta
barre el escenario, se detiene un instante
la escriba se cuelga de ella en pose seductora,
cinematográfica, de resalte de curvas femeninas.
Sin la directora en el escenario, el coro de voces blancas
se convierte en una formación triangular de cisnes;
un solo de violín ejecuta el concierto de Tchaikovski,
la bailarina y el bailarín se besan apasionadamente.
