París
Ocho años y medio sin apenas viajar
el peaje de la paternidad,
universos recreados, un perímetro
de seguridad en torno al turista:
te asomas a una librería de un barrio
de París, allí reposan libros escolares,
estantes de altura patagona,
el sol de una mañana de agosto
en la que rescaté en medio de la vorágine
un instante precioso de soledad.
Un libro de haikus, otra inmersión
en la vida cotidiana de los que bailan
bajo el Trocadero, academia festiva
de movimiento sexual, un paseo en la noche
del Sena, en los botellones a la sombra
de la gigantesca torre Eiffel,
ratas que cruzan por el parque,
el anverso del tapiz de lujo opíparo.
Prisa, la masa vertiginosa posa sus ojos
un instante en la sonrisa davincciana,
flashes, fotos, un cambio drástico
en la permisividad reproductiva,
uno y nadie viajan en la luz al dieciocho,
Revolución, esa libertad agotada
en tiendas de souvenirs, en pasos comunes,
en un puente repleto de candados
sobre el que reposas un instante.
Haces fotos aquí y allá, desmitificas
otras visitas, acuchillas la pátina
mágica, el agotador caminar por la Isla,
fuera mapas, fuera guías, un mercadillo
de fruta y verdura en Montparnasse;
aún no ha llegado el Terror,
pero ya estuvo aquí, ya rodaron cabezas,
en nombre de la libertad.
¿Quién pintará estos días?
La cicatriz se suma a la oferta turística,
el miedo provee de adrenalina cuántica,
la masa elevada al cuadrado visitará
la sala Bataclan, Le Pétit Cambodge,
Le Carillon, una cierta banalidad curiosa,
impactos de bala, el inolvidable terror.
Los adoquines aún resuenan al paso
de las tropas nazis; uno lee y recuerda,
las esquinas mimetizan cada porción de Historia,
por allí pasó Rimbaud joven, aquí
se fotografió Jacqueline Kennedy,
en este otro lugar hubo una gran barricada.
Uno viaja y no viaja, escribe y no escribe,
recuerda historias escuchadas o sentidas,
no quiere mirar, pero mira, siente,
almacena y regurgita porciones estelares
de humanidad decadente, de pulsiones
execrables, arte contemporáneo nihilista.
