
Eclipse
No había previsto el acontecimiento,
pedaleaba despistado saliendo de la ciudad.
En un semáforo me detuve a mirar el móvil:
a las once treinta uno la científica whatsapeó:
–…estoy viendo el eclipse, ya ha comenzado…–
Me senté en un banco sabiendo que no podía mirar;
nubes, el filtro magnífico, –y fugaz–.
La primera fotografía fue una maravilla;
corrían veloces las nubes, había que esperar.
Coloqué una serie de cuatro instantáneas en Instagram
con música de Jesucrista Superstar.
La científica recomendaba una radiografía o un filtro específico,
también habló de una piedra de obsidiana azteca.
Hubo una discusión en el grupo sobre si el vidrio volcánico
era o no apto para proteger la retina, del hijo de Tea e Hiperión.
Declinaba el eclipse, –una luna que mordiera al sol–,
un mínimo pedacito visible en estas latitudes.
Solo los colores filtrados por el sol en las nubes atmosféricas
denotaban el abandono astral, la luz inusual,
un coro de pájaros revueltos, la expectación mundial
y el ínfimo poder del ser más poderoso de la humanidad.
