El espectador
Silencioso observa desde la acera
el acompasado movimiento de encapuchados,
configuración estética de hermandad,
roces inútiles de sotanas contra el suelo embreado,
reflexiones íntimas en el frío castellano.
El deseo oculto de cada uno
es la renuncia a su rostro, el anonimato,
la fusión en una colectividad estructurada,
una justificación mental
a ciertas disonancias heredadas o aprendidas.
Ha aprendido a mirar,
a observar cada detalle como si fuera una película:
encuadres, cartas aisladas en un atlas
susceptibles de ser fotografiadas,
la luz exacta de la exposición en las largas filas.
Museo o anacronismo carnavalesco,
arte o catarsis colectiva,
la libertad de ir encadenados en procesión,
el sometimiento de la individualidad a la masa,
seres anónimos silentes y ociosos.
El espectador se sabe parte necesaria del juego,
es escudriñado por cientos de ojos
asomados a los orificios del capirote,
evaluado y juzgado: turista o paseante,
ocioso voyeur de otro sistema planetario.
Debajo de su apariencia están desnudos,
ascienden sus pensamientos en espirales liberadas:
muerte o rutina o ignorancia,
o deseo y una suma inapropiada de perversidad
que aguarda el momento de ser liberada.
