Ese tiempo desperdiciado

Ese tiempo desperdiciado no es mío,
es algo ajeno que me acontece y arrolla,
el vehículo imparable, gran tonelaje
de banalidades sin fin.
Raramente me enojo cada día
solo sombras de puerilidad o de imbecilidad
una invasión capitolina, una balanza
en la que no salgo bien parado.
El enorme placer de madrugar en soledad
de contemplar los tejados blancos por la helada
o la luna que ya difusa se oculta deprisa
como si no quisiera ver el desmadre
de tipejos que no cumplen las normas pandémicas.
La belleza es de una soledad desconcertante,
también la lectura,
abro un cuaderno con páginas blancas por delante
y garabateo lo que libremente fluya
sin cortapisas ni censura.
La alegría es efímera, o al menos esa alegría.
Soy consciente de que vivo dedicado a una suma
de instantes:
fotografías en ese momento de luz, un encuadre
efímero en un barrido ciclista,
el olor de un bosque en el que encuentras un níscalo,
esas nubes de formas aleatorias movidas por el viento.
Llega enseguida la alegría social impostada,
el juego maldito en el que acepté participar.
Estoy sometido al contraste necesario,
a un contrapunto de muchos instrumentos que dialogan,
una suma neoliberal de valores cotizados:
familia, soledad, abrazos y besos,
buenas y malas noticias, inestabilidad, energía,
ese instante en que la orquesta resucita las Variaciones Enigma,
una voz que decanta notas mágicas tras una ventana
horas antes del solsticio.
Mi tiempo social es melifluo,
contrapesado por decenas de libros apilados
esperando su lectura urgente y deseada.
Cuando haga balance vital habré olvidado los intersticios,
ese tiempo ya inexistente
en aras de belleza, cariño y una cierta soledad de fondo.
