
Escenas de vida y muerte
No podría vivir ahí, en la casa cuya entrada
tiene forma de ataúd.
¿Quién pensaría esas escaleras, esa perspectiva,
ese ángulo de inclinación?
Falta el cadáver y la cruz, eso sí.
Lo observan varios burros que pacen en altura,
una farola y un poste telefónico.
Se puede mirar con suspicacia,
igual que se puede amar con suspicacia.
Todos los humanos son enemigos,
aún los allegados, los domesticados, los ungidos.
Alguien ha diseñado la casa del terror:
enorme mole llena de aguas y alturas,
soledad fantasmagórica con vistas al romanticismo,
a un cementerio en el que el ángel blanco
avisa de que allí terminarán tus días
en caso de ser rico de familia,
bajo arcos de una iglesia que no se sostuvo.
Una mujer rechoncha pasea a tres perros por el prado,
ella no se mueve, sus cánidos parecen satélites,
anda unos pasos y se detiene agotada, contemplativa.
La cooperativa que trabajó con las algas
ha sido colonizada por zarzas e higueras;
el lugar es un altar secreto de misas negras,
de pecados nefandos u otras profanaciones
en la vera misma del antiguo seminario.
Los mirlos despegan al paso aventurero
de una familia hambrienta y cansada,
oscurecen el cielo durante un instante
y avisan con graznidos de su superioridad aérea.
