
Judith
Judith conduce un Audi rojo tras decapitar a Holofernes.
Algunas la miran con envidia, otras más cabales la admiran.
Hay hombres que sienten el dolor de la castración masculina.
Caravaggio y Artemisia habrían pintado la secuela conductora,
elegante, llena de la gracia que ahora llamaríamos dopamínica.
Las precuelas serían imágenes seductoras, alta costura,
finos tacones de aguja, el brillo en los ojos del acero emasculador.
Las periodistas la fotografían en la alfombra roja,
sonríe ante cada ataque en redes sociales,
escribe poesía a la que no acceden mentecatos.
Judith se protege con su sonrisa de labios escarlata
de cuantos bufones de cartón piedra la acechan.
Pronuncia unas palabras cabales en aras de la justicia social,
del feminismo que avanzando sigue siendo tan necesario.
Judith colecciona amantes en el Belvedere,
ha adquirido la categoría de nube, etérea y siempre visible,
se reencarna de tiempo en tiempo en el cine, en la pintura,
en poemas descarnados o vengadores.
Vivirá eternamente en el arte, en el imaginario colectivo,
modelo y musa y también heroína activa y domeñadora de imbéciles.
