En la feria del libro antiguo

En el reflejo del contenedor de libros

pude ver una sombra de libros que era yo,

eran los volúmenes que atesoro y acaricio,

aquellas lecturas únicas, ya míticas,

los no-leídos que me esperan dulcemente

en un reposo inútil que decolora sus lomos

y nos avejenta como si el tiempo fuese un viento

castigador de almas y portadas.

Una visión de ex–libris estampados con esmero

confronta la lectura obsesiva

con el coleccionismo caótico y pecuniario.

Reconozco libros y procedencias,

portadas que estuvieron de moda, ya olvidadas,

la lectura única de una única persona

o los restos virginales de una edición nada exitosa.

Leo y memorizo, busco y rara vez encuentro

poetas de vanguardia, mujeres escritoras,

el raro ejemplar de una autora mercurial y apoteósica.

Mi yo desintegrado en mínimas porciones futuras

supone una intensa cura de humildad,

el reconocimiento de la insignificancia de tantos egos,

de lo efímero del placer lector y compilador compulsivo.

Bukowski acude desde el más allá  

con un pequeño ejemplar diletante y desvaído,

extraña edición, sorpresa, la alucinación postrera

de un genio desmedido y anti ejemplarizante.

Elevo el perfil de mi sombra en el tiempo que me queda,

esos minutos gloriosos en los que deambulé

entre póstumas alegrías y futuros incógnitos.

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