
El final del viaje
Todavía veo bicicletas rojas y amarillas
y la amplitud como un mar del río Danubio,
aún creo ver siluetas familiares en las calles
de los compañeros de aventuras.
El viaje se ha vuelto liviano
ante el quehacer diario;
irá adquiriendo su peso como una celebración,
un momento idílico en estos años,
risas, conversaciones en paralelo, confidencias,
el alma austriaca analizada en sus campos y jardines,
la belleza de unos cisnes o la sorpresa de un lago,
un café delicado a la vera de una abadía,
la suma de recuerdos veinticinco años después
y las miradas incrédulas de los jóvenes.
Quedará en el recuerdo el primer baño en el río,
las cervezas del final de cada jornada ciclista,
algunas pequeñas ascensiones por rampas empinadas,
o los albaricoques al alcance de la mano.
El viaje ha tenido una velocidad ideal,
la mirada limpia de quienes lo hacían por vez primera,
las risas de cada noche sentados a una mesa,
junto a recuerdos y pequeñas erudiciones.
Una siesta junto a un campo de calabazas
nos descubrió el territorio Alevita;
el mecanismo de una esclusa nos hizo detenernos:
admirar la fuerza hidráulica,
entender las complicaciones de la navegación,
poner un pie en un país y otro en Alemania.
La suma de los días excede con creces a lo imaginado,
pues el calor de esta vez o la lluvia del viaje original
trastocan el modus intinerantur.
Las despedidas nos dejan hilos invisibles,
enlaces, nervaduras, amistad y alegría,
incluso para los que habitamos en la periferia.
Recuerda Raquel la generosidad y el disfrute
en estos día terapéuticos de julio.
Que las lágrimas de la despedida
se conviertan en vínculos imperecederos.






