
Una noche tras otra
Una noche tras otra, en la penumbra de mi habitación,
bajo la luz íntima de una lámpara,
leía un capítulo del Quijote.
Tenía veinte años y diversificaba el tiempo en muchas cosas.
He recordado ahora aquellas noches con nostalgia,
lleno entonces de incertidumbres sobre la vida misma,
sin atreverme a atisbar el futuro,
disfrutando de la lectura como si fuera un placer prohibido.
Cada instante de soledad se convierte ahora en un íntimo lugar,
espectáculo, magia, la posibilidad de escribir o leer
o escuchar canciones que me transportan a otra época.
Un cuaderno, unas líneas oscuras, el aura de la soledad sonora;
la ambientación cobra suma importancia,
más de la que tiene en realidad, o la que tendría a los ojos ajenos.
Ese es parte de mi alimento, de la consolidación del buen humor,
de la relativización de los problemas que no suelen ser tales.
Después vinieron muchos libros cómplices,
algunos por el lugar en el que eran abiertos sistemáticamente,
otros por su contenido perturbador:
Flores del año mil y pico de ave, en Creta,
El cielo a medio hacer en el otoño de Liencres,
o mi primer Saramago, Memorial del Convento, en La Bañeza.
Una noche tras otra encontré caminos en la lectura
y el inmenso placer en la escritura oculta que apenas nadie leerá.
