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Amanece. Seca helada,

un planeta naranja en el oscuro azul.

Los figurantes se reúnen en torno al bidón encendido.

Disfraces, jubones, calzas, gorgueras,

un chándal tres tallas más grande.


Frotan las manos esperando su turno,

voz engolada y chulesca:

tenorios, mejías, ciuttis,

ineses, brígidas, doñanas,

el desafío de la imaginación en el torneo.


En cada ronda se enfrentan dos poetas,

todos los demás aplauden o silencian.

Los gorrillas sucumben ante los jubones,

batalla de gallos, duelo singular,

voz, aplomo, improvisación, elegancia.


La fuerza visual del atuendo

parece acompañar al verbo florido,

ripios, rimas, fuerza interpretativa,

más actores que poetas, más rufianes

de gesto amplificado y sonrisa burlesca.


En la ronda final, la palabra precisa

de una dama hermosa

desmonta verbo a verbo cada bravata:

con firmeza sostenida, elimina, altera,

desconcierta al petulante y lo humilla.


Vencedora por aclamación, sonríe

y su sonrisa colorea el entorno;

nadie ha grabado la batalla,

victoria efímera de autoafirmación,

un escalón de ascenso vital.

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