Tañen las campanas al unísono
en el centro de la ciudad.
Diríase que coadyuvan con el sol
el año nuevo y la luna esplendorosa
en el lustre y la alegría
de quien busca un regalo.
Aún suenan en mi cabeza las notas
tarareadas de la Guía Orquestal de Britten
(The Young Person’s Guide to the Orchestra).
En la espalda de un ídolo, ignorante de serlo,
con mucho oficio, ajeno a su poder,
repta una conciencia limitada, una idea
copiada con apremio, el ritmo del repicar sincrónico:
uno lleva los faldones de su abrigo
abriendo el camino de toda su cohorte
de inútiles aprendizajes, palabras, ideas,
un ser extenso invisible e incógnito.
Un programa, una suma de instrumentos
recrea la melodía de fondo, un escenario
de paredes decrépitas de ladrillo, fealdad urbana,
una cierta pomposidad enlaza la palabra
con el acorde fundamental en un ángulo
recto sobre el que los bombarderos
pudieron sembrar el pánico y la incertidumbre.
Las campanas centenarias hacen el trabajo
sucio, limpian la conciencia, el saber extremo,
igualan la beatitud huraña y cicatera,
con el pomposo vuelo del saber magnético,
enderezan el solar recreación del pánico
para transformarlo en una plaza pública
de palomas carroñeras y niños espléndidos,
futuros intérpretes de voz y armonía de guerra.
Aún suenan en mi cabeza las notas
tarareadas de la Guía Orquestal de Britten
(The Young Person’s Guide to the Orchestra).

