Hotel Kastro
En el hotel Kastro viví unas semanas;
en aquellos días parecía estudiar
ecuaciones controlables con un parámetro,
mientras leía unas Flores de Cunqueiro.
Al atardecer musitaba frases en la soledad
de la fortaleza veneciana
acariciada por las olas.
Melancolía.
Aún no lo sabía pero aquellas palabras
eran poemas no escritos,
era el perfil rocoso de las montañas de Creta,
la luz del Mediterráneo
el peso solemne de la Historia en mi cráneo.
Vivía en un cuarto modesto con ducha,
frente a la habitación compartida
de mis amigas francesas:
Dominique, Florence, Pascale,
bellas y utópicas en su lengua natal.
El palacio de Knossos distaba una línea de bus,
la magia del trono,
los delfines en frescos, las salas en pie,
el minotauro poderoso de inusitada potencia
me hacían soñar con viajes futuros.
No he vuelto a la isla,
ni a la vida de aquellas chicas francesas
con las que no supe ligar;
el hotel me despidió en la salida del ferry
mientras la fortaleza refulgía por el sol.
