
Se nos mueren los ídolos
Murieron Batiatto y un señor
que se llamaba Leonard,
y las letras dejaron de tener sentido.
Cuántas veces pensé que Lorca
habría sentido escalofríos de placer
al escuchar el pequeño vals vienés
con voz ronca y afinada.
Se fue Javier Marías sin darse apenas cuenta,
¿o fui yo quien lo consideraba inmortal todavía?
Y la reina de reinas, la longeva,
y con ella la autoridad palaciega.
Godard los sobrevivió unos días
espléndidos del mes de septiembre.
Compré sus casettes casi sin dinero,
escuché que el hijo era distinto del padre,
me desperté en primavera
y supe de la estación de los amores.
Descubrí presunta información en los rostros
como los miraba Jacobo Deza.
No me olvido de Almudena, ni de Joan,
ni de Brines.
Es el fin de un ciclo vital, cultural,
de voces y plumas elegidas;
quizás siempre fue así y solo la edad (mi edad)
se mezcla de nostalgia y luto.
Quedan las obras y quedan los vivos,
y el prodigio democrático de tantas redes
capaces de difundir pequeñas maravillas.
Nos han dejado ideas, hilos, música,
vértices sobre los que tender cabos y búsquedas,
la sensación de que nos adentramos en la senectud
y una cierta orfandad estética y de pensamiento.
