Camino atravesando distintos planos temporales,
hoy conectados por una niebla sólida y húmeda
a través de la cual llegan sonidos conocidos
algunos atemporales: campanas, gritos de niños.
Al pasar al lado del cráter enorme lleno de agua
verdosa, se hace el silencio, un silencio lúgubre;
retrocedo sin saberlo en mi memoria, tratando
de recordar la siniestra historia de un ahogamiento,
una vida segada en un atrevimiento inconsciente,
valor, ausencia de modelos con más éxito evolutivo,
quizás la competencia incipiente entre machos
de una sociedad en la regresión de posguerra.
Mi voz algo ronca me devuelve al tiempo actual,
en tanto que divago sobre la transmisión futura
de esa historia que quizás no contaré a mis hijos,
un relato perdido en un lavajo que trato de evitar.
Me asomo a otro tiempo y lugar, una traslación
permitida por mi mente caminante, el presente
voraz, la melancolía, los contornos difuminados
y amenazadores de mi mundo siempre en equilibrio
frágil, hoy por fin sin prisa decido la aventura
de llegar hasta el monte oscuro, de bucear
en mi miedo, de desnortarme unos minutos,
quizás horas, atravesando campos a la contra.
Cuando al fin encuentro el camino, aflora mi sonrisa:
he entrevisto las huellas del lobo, de las aves
en los sembrados ya helados, he deambulado
sopesando mi reacción ante el ataque sorpresivo
de un animal, desarmado y solo, la carrera
como reacción instintiva y seguramente errónea,
una vida en la que no he aprendido nada
sobre la supervivencia primaria en la naturaleza.
Mi mirada busca piedras, palos, árboles;
nada ha cambiado en milenios.
El calor de la marcha y el ejercicio elevan
mi percepción nueva del entorno ya conocido:
decido en un acto poético-amoroso, fotografiar
la niebla, captar la esencia de la fría tarde
con la luz filtrada, de una hermosura inhabitual,
la felicidad de ese instante recién revelada
y fugaz, cual sonrisa entrevista, cual belleza
interior reconocida en un semblante amado.

