
La intimidad del poema
Ese instante en el que has recogido la casa,
todo parece ordenado, según tu orden,
sientes que todo está limpio
aunque en un examen profundo haya polvo,
ácaros silenciosos o no,
el momento en el que a través de la ventana
coexiste el ruido de coches con el de pájaros
aún los árboles verdes y la vista
conserva un único acceso al campo como un tesoro.
En ese momento no vas a escribir
como un encargo hecho por ti mismo;
habrás encontrado un hilo o un motivo,
una necesidad expresiva en tu interior.
La intimidad del poema que escribirás
solo se mostrará según se vayan decantando
los versos,
las palabras, la uniformidad temática,
el ansia de todos los pensamientos que se agolpan.
Esa llamada inspiración puede surgir de otro poema,
o de una luz, una música, una soledad,
un estado emocional sensible a cualquier estímulo:
aprovecha el momento, parece decir tu otro yo.
Has encontrado quizá la forma de construir un poema
con ladrillos que has recopilado de aquí y de allá.
Después lo revisas y lees y relees,
pules esto y aquello, tomas decisiones,
evitas repeticiones y buscas sinónimos.
Una vez fuiste impresionista y otra adoraste las elipsis,
durante un tiempo hubo guerra en tus poemas,
la geometría que nunca te abandona.
Se podrán clasificar, –te dijo una voz íntima–,
en tres o cuatro temáticas,
sentiste entonces el corsé autoimpuesto
o la limitación de tu entendimiento poético,
pero no por eso desististe o aminoraste
el celo poético, el cauce de ideas manidas.
Te despides del poema como aquella pastilla de luz,
o el vago rumor de una campana que aquí no escuchas,
sin capacidad real de verlo en perspectiva.
