
Antífona
En la nebulosa Roseta se abre una vésica piscis
un origen del mundo, un vértigo,
el ojal por el que se cuela una antífona medieval
el canto de dos coros que se alternan.
Es un día de abril en el que las flores
se han encogido por el frío y Nora Jones
deja un poso extraño y triste en los ojos.
La música se eleva en volutas, se mezcla
con trinos de pájaros, vehículos nada silenciosos
y algunas palabras que captas en otro idioma.
Aquellos monjes, que escuchaste con devoción
ya octogenarios entonces,
hace años que habrán muerto;
apenas quedará vestigio de su memoria
y desaparecerán sus voces como la imagen
que nos está llegando a impulsos eléctricos
del cúmulo molecular.
La repetición produce tristeza en su monotonía
pero también paz interior,
ausencia de deseo y de dolor,
un estado apacible en el que recibes el todo
como una caricia que ya nadie te regala.
En esta espera monocorde puede que llegue un resurrexit
la alegría de quien se introduce por la espiral galáctica
y conoce por fin los secretos del interior del universo.
