
La Fortaleza
El amplio meandro del Duero es insignificante
desde la altura de los vestigios califales.
En el mediodía de julio, aún verdean los campos,
solo se escuchan chicharras y pájaros.
Desde el otro extremo de la fortaleza
llegan amansadas las voces del grupo ciclista,
alborozo, alegría, júbilo inesperado tras el ascenso.
Los cuerpos fatigados tras cinco días de ruta
siguiendo los pasos del destierro del Cid,
inhalan el aroma de las sabinas en la ladera.
Todo es aceptado con felicidad democrática,
un baño, un avituallamiento inesperado,
o la avería mecánica que nos ralentiza a todos.
Desde este lugar privilegiado para los sentidos,
decenas de generaciones habrán disfrutado,
amado, suspirado o llorado,
la pérdida de estos instantes en el abismo de la vida.
Se fortalecen lazos amicales con los pequeños gestos,
ni apenas polvo, ni hierro, ni terrible estepa:
Machado no llegó hasta aquí,
solo pudo imaginar un terrible estío en el destierro.
Y sin embargo aparecen corzos, rapaces,
una aldea ocupada por hippies,
kilómetros cuadrados llenos de manzanos,
y la corneja que poetiza El Cantar.
Inesperadamente llegamos al Duero,
un río que tiene el color marrón de la tierra,
aguas revueltas, un cauce pacífico,
y la vista inefable de la fortaleza de Gormaz.
La tropa se ha reagrupado en la vista norte,
a la sombra de la muralla milenaria.
Allí se debate sobre los meandros fluviales,
al igual que unos minutos antes imaginábamos soldados.
La ruta continúa hacia la insigne palmera de San Baudelio,
la promesa de una suprema hermosura del espíritu.
