Descenso

Durante el descenso, los robles
tienen formas grotescas, siluetas
terroríficas, decenas de brazos desnudos
que tratan de abrazarte.
Representan la oscuridad
frente a la luz poderosa del sol
que refulge abajo, en el valle del Ambroz,
en un pantano de ramas brillantes.
El embalse de Gabriel y Galán
es un fractal luminoso,
aparece en cada curva a la izquierda,
aparenta una vastedad infinita.
El roble terrible, rima en asonancia
con los canchales dejados por la nieve
en la cima verdosa de la montaña,
es el gigante vanidoso de los cuentos infantiles.
Varias sierpes después, la carretera
muestra los brotes incipientes en los castaños,
la primavera pujante, la savia
emergente sobre la rigurosidad montana.
La luz se filtra entre las ramas,
deslumbra al conductor, le desorienta,
es un ácido lisérgico actuando sobre su mente,
una lámpara poliédrica de discoteca.
La llegada a las huertas y las fuentes
serena el ánimo, devuelve la confianza,
lejos los terraplenes y la vista del fin del mundo,
los demonios petrificados de la cima.
