Nadie canta en un coro del siglo quince,
bóvedas de poliuretano, almohadas magrebíes,
luces led en una catacumba,
un violín eléctrico que toca solo.
Las urracas dominan la carretera,
sus voces permanecen en el aire
sin desvanecerse, solo un coche
altera su presencia,
finis orbe, gritan las cornejas,
el coro de siete voces desentona
en esta discoteca plagada de aminoácidos.
Tallis, fecunda el gorjeo febril,
la paz del serrallo en perpetua duda,
volátil la nota, monocorde el resultado,
ácido posmoderno en una película,
alterno la sombra de un vampiro
con el elegante vuelo del superhéroe.
La paz de las maricas es un lapso
en la guerra de los coches que violentan
el aire, ondas, vórtice, un radar
en medio de la niebla hecha jirones.
¿Dónde está el bidón encendido?
La puesta de sol dolorosa es un cuadro
de El Greco; amanece y la red se llena
de fotos esplendorosas del cielo fractal.
El mundo es un lugar compartido y ecléctico,
la lenta continuidad deforma la percepción,
el vértigo me mira directamente a los ojos,
me transmite en 3-D un holograma
de un espacio placentero infinito, sin dios.
Las Urracas han descompensado el hábitat,
morirán de éxito en despiadada veda.









